Esta es una historia que por edad y lugar de nacimiento no me correspondería contar a mí. Pero durante mi etapa estudiando sociología en la UPNA, tuve la suerte de conocer a Miguel, un aragonés orgulloso de pertenecer a la clase obrera. Miguel me convenció para darle una oportunidad al Cine Quinqui. Un género, por entonces desconocido para mis sentidos, pero que enseguida acabó absorbiéndome.
Durante el contexto de la transición, había una serie de jóvenes que habían sido apartados de cualquier proceso político de masas. En su mayoría provenían de los cinturones periféricos de las grandes capitales; Bilbao, Madrid o Barcelona. Una camada de jóvenes adolescentes que todos se apresuraron a ocultar bajo llave. Tanto dictadores como aspirantes a demócratas. Pero había directores de cine como Carlos Saura que hicieron de la necesidad una virtud. Volvían del exilio y necesitaban acabar con tanta mentira y tanta hipocresía. En aquella España grisácea se acumulaba el polvo y hacía falta una buena capa de pintura.
He elegido el cine para ilustrar aquel contexto. En concreto “Deprisa, Deprisa” (1981), dirigida por el propio Carlos Saura, que al menos en esta ocasión, expone pero no juzga. Es la película más romántica de aquel atrevido género cinematográfico.
No olvidemos que a estos exiliados se les juntaron otros intelectuales locales como el cantautor Luis Pastor que desde la Vallecas de 1975, les cantaba a los políticos de la transición aquello de: “Vengan a ver, vengan a ver lo que no quieren ver”. Poco a poco nos fueron mostrando la marginación a la que habían sido expuestos los jóvenes del extrarradio, cuyas vidas eran arrasadas por la heroína. La droga, la analfabetización y la necesidad de experimentar, les llevarían una y otra vez a delinquir. A salir y entrar de las cárceles. Había otra violencia que nada tenía que ver con la política de masas, y de vez en cuando conviene revisar, esa “otra transición”.